Desde el balcón florido la mujer espiaba los pasos de la muchacha con una mezcla de lástima y curiosidad, y sin embargo continuaba fumando con una impasibilidad arrogante, como queriendo decir: no te he visto pasar sola y cabizbaja, no escuché gritos anoche, no he notado que vas descalza, que aún así tu juventud es hermosa, mis girasoles me bastan.
El pueblo era remoto, incipiente y las casas se levantaban en gentil desorden, todavía sin tiempo para establecer las fronteras propias de la civilización, con sus calles rectas y sus castas definidas, los hombres que deciden aquí, los que obedecen allá, las mujeres suaves aquí, las recias allá.
El odio de la joven por su propia miseria se convertía en desdén hacia la mujer que la observaba. Se daría el placer de no levantar la mirada de la tierra, no confesar la envidia que le causaba la belleza de la extraña, resguardada como estaba en el encierro de su techo alto, dedicada a sus pequeñas vanidades: la boquilla, el perrito faldero, los jardines que no había sembrado por sí misma, las sedas y perfumes incapaces de mantener al marido en casa.
La mujer contemplaba la idea de tal vez saludar a la joven, invitarla a un té, dos, tres, algunos, muchos, y comenzar por hacerle confidencias para recibir el sacramento de las suyas a cambio. Fantaseaba, en pocas palabras, con su amistad y entendía con tristeza el odio de su carita hosca, huérfana de consuelo, de sueños pueriles, de tardes despreocupadas recogiendo guijarros a la orilla del río. Regaba entonces su pequeño jardín y recordaba distraída que era necesario algún arreglo a su hogar, coser aquel cojín, comprar un encaje para tal cortina, pulir una mesa algo opaca en el salón.
Si bien no lo entendía del todo, la joven ansiaba alcanzar el mundo de la mujer, atravesar sus puertas cerradas y penetrar en la frescura de la sombra, percibir el olor a sándalo mezclado con algo que se hornea suavemente, en silencio, para comensales que nunca llegan ni admiran la casa ni el jardín ni la habilidad de la señora para crear un paraíso en medio de la nada. Quería decirle: no está usted sola. Continuaba sin embargo su camino, deseando que sus pasos la llevaran más allá, lejos de los gritos, los vidrios rotos, las cortinas manchadas, la vaga vejación de ser vista desde el balcón.
Si alguna vez se miraron, ambas bajaron la mirada hermanadas tan sólo por la negación mutua: la una no comprendía a la otra, la una ignoraba las palabras que alcanzarían a la otra. Cada una pertenecía a un mundo antítesis del otro, y sin embargo era el mismo mundo de cielo azul y tierra fértil, un salto cuántico del que ninguna de las dos comprendía el milagro. Si alguna vez se miraron, fue un instante breve, brevísimo, un error en el orden del tiempo, un momento en el que no se reconocieron ni en la angustia del presentimiento ni en la vergüenza de la memoria.